Thursday, May 25, 2017

Mario Melo, protector

En el resto donde trabajo hay personas exquisitas, es una eterna fuente de carcajadas. 
Mi tarea (el mesón) me impone tener buenas vibras con todos, cocineras, garzones y administradores.
Uno de los garzones es Ramo, estudia teatro y vivió un rato en Suecia, país al que yo viajaba con frecuencia desde Bruselas, por razones de pega (Craelius y Diamant Boart, la eterna historia del pez grande que se come al más chico) y donde aprendí a tomar champán al desayuno.
Hoy le contaba del MIR de los sesentas, del GAP, del riesgo de ser fotógrafo (no alcancé a mencionar a mi compinche Gallardo, compañero de curso 6ºE - Humanidades en el Instituto Nacional), y de la figura señera en mi transición del cristianismo –herencia de mi admirado abuelo campesino gringo- a la militancia en la izquierda incrédula del paso pacífico al mejor reparto de la riqueza: Mario Melo, horriblemente asesinado en la “escuela” de paracaidistas y fuerzas especiales del HH y jamás vencido ejército chileno.
Este intento de formación lo hago por anécdotas –con risas se pasa mejor el mensaje, otra de las enseñanzas de mi querido abuelo gringo, quien se ufanaba de contar entre sus antecesores a Jesse James- y hoy me nació hablar de mi servicio militar, de cuanto allí engordé, de las tarántulas que teníamos domesticadas y desfilaban colgadas de nosotros con Froimovich, con quien compartía la carpa en Peldehue, los castigos idiotas que nos inferían, de la clase de explosivos un sábado en Telecomunicaciones, el teniente Mario Melo anunciando el tema de ese sábado “Hoy hablaremos de explosivos” al tiempo que estallaban bombas a todo nuestro derredor.
Alcancé a contar de tu invitación a almorzar un domingo en el casino de oficiales, al ladito de la embajada de Brasil, y como trataste de reclutarme y mi respuesta negativa, y cuando me pasabas a buscar a Los Leones en tu Lada y me llevabas a deptos. del MIR en General Mackenna.
Sí les conté de una marcha de estudiantes por el centro de Santiago, yo con el puño en alto y un gordo y macizo ciudadano aplastándome con sus puños y de tu súbita aparición preguntándole

“¿No le da vergüenza pegarle a un cabro chico?”


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No alcanzo a imaginar los parajes de la Gran Llanura donde andas, cabalgas, muges, sobrevuelas, reptas, si acaso ya te has amistado con mi padre, pero siempre siento a mis espaldas tu manto protector. Siento que tu presencia me cubre y me guía. 
Gracias, Mario, muchas gracias que no supe darte mientras estabas a mi lado, velando por mi.